sábado, 19 de noviembre de 2011

Mary Poppins – Vota la mujer



Es curioso cómo sin saberlo, las películas nos enseñan tanto, aunque seamos muy pequeños, aunque sean comedias musicales infantiles.
Llevo varios días sin parar de canturrear esto. Con tres o cuatro años, cuando veía Mary Poppins casi a diario, me encantaba cantar y bailar esta canción, con una gran coreografía en que me subía por el sofá y las sillas, cosa que se propiciaba al estar mis progenitores durmiendo la siesta o en cualquier menester que me dejaba disfrutar a solas de mi preciado vídeo VHS.
Evidentemente no entendía mucho nada de lo que decía, pero tenía algo… Ese arranque, y el conseguir que sus gruñonas sirvientas se unieran a ella en la canción… Pero lo dicho, no entendía nada, yo era de una generación muy diferente, no se me ocurría pensar que reclamara el derecho a votar, ya que en mi casa votaban todos menos yo, e incluso, cursi como era, no podía entender del todo que quisiera llevar pantalones, teniendo unos vestidos tan bonitos.
Pero aquello sin saberlo me influyó, de hecho, tengo una postal de las primeras sufragistas inglesas en la cabecera de mi cama, en su marco y todo, como si fuera una foto de mi abuela.
Para redondear la casualidad, o lo inevitable, hoy, jornada de reflexión, 19 de Noviembre, se cumplen 78 años de las primeras elecciones en que las españolas pudieron votar. Antes había habido amagos, derecho a votar para mujeres no sujetas a otra potestad, como padre o marido por ejemplo, o absurdas incoherencias en que las mujeres podían ser elegibles pero no electoras…
Seguramente tal día como hoy, muchas mujeres se sintieron plenas en derechos, aunque también hay que reconocer que muchas mujeres tenían problemas más importantes y su derecho al voto era algo secundario. Sea como fuere, siempre que llegan elecciones me posee el mismo sentimiento, la alegría de saber que puedo elegir en cierto modo, que puedo ejercer un derecho que mucha gente murió sin disfrutar. Luego vendrán las quejas, los políticos parásitos y la “democracia secuestrada” que dicen algunos. Pero hoy, mientras llueve a cántaros yo sigo canturreando esta canción: “…y nuestras dignas sucesoras, cantarán al ser mayores, ¡por ti vota la mujer!”

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Emma – Jane Austen

La señora Bates, viuda de un antiguo vicario de Highbury, era una señora muy anciana, incapaz ya de casi toda actividad, excep­tuando el té y el cuatrillo. Vivía muy modestamente con su única hija, y se le tenían todas las consideraciones y todo el respeto que una anciana inofensiva en tan incómodas circunstancias puede suscitar. Su hija gozaba de una popularidad muy poco común en una mujer que no era ni joven, ni hermosa, ni rica, ni casada. La posición social de la señorita Bates era de las peores para que go­zara de tantas simpatías; no tenía ninguna superioridad intelectual para compensar lo demás o para intimidar a los que hubieran po­dido detestarla y hacer que le demostraran un aparente respeto. Nun­ca había presumido ni de belleza ni de inteligencia. Su juventud había pasado sin llamar la atención, y ya de edad madura se había dedicado a cuidar a su decrépita madre, y a la empresa de hacer con sus exiguos ingresos el mayor número posible de cosas. Sin embargo era una mujer feliz, y una mujer a quien nadie nombraba sin benevolencia. Era su gran buena voluntad y lo contentadizo de su carácter lo que obraba estas maravillas. Quería a todo el mundo, procuraba la felicidad de todo el mundo, ponderaba en seguida los méritos de todo el mundo; se consideraba a sí misma un ser muy afortunado, a quien se había dotado de algo tan valioso como una madre excelente, buenos vecinos y amigos, y un hogar en el que nada faltaba. La sencillez y la alegría de su carácter, su temperamen­to contentadizo y agradecido, complacían a todos y eran una fuente de felicidad para ella misma. Le gustaba mucho charlar de asuntos triviales, lo cual encajaba perfectamente con los gustos del señor Woodhouse, siempre atento a las pequeñas noticias y a los chismes inofensivos.
La señora Goddard era maestra de escuela, no de un colegio ni de un pensionado, ni de cualquier otra cosa por el estilo en donde se preten­de con largas frases de refinada tontería combinar la libertad de la ciencia con una elegante moral acerca de nuevos principios y nuevos sistemas, y en donde las jóvenes a cambio de pagar enormes sumas pierden salud y adquieren vanidad, sino una verdadera, honrada escue­la de internas a la antigua, en donde se vendía a un precio razonable una razonable cantidad de conocimientos, y a donde podía mandarse a las muchachas para que no estorbaran en casa, y podían hacerse un pequeña educación sin ningún peligro de que salieran de allí convertidas en prodigios. La escuela de la señora Goddard tenía muy buena reputación, y bien merecida, pues Highbury estaba conside­rado como un lugar particularmente saludable: tenía una casa es­paciosa, un jardín, daba a las niñas comida sana y abundante, en ve­rano dejaba que corretearan a su gusto, y en invierno ella misma les curaba los sabañones. No era, pues, de extrañar que una hilera de a dos de unas cuarenta jóvenes la siguieran cuando iba a la iglesia. Era una mujer sencilla y maternal, que había trabajado mu­cho en su juventud, y que ahora se consideraba con derecho a permitirse el ocasional esparcimiento de una visita para tomar el té; y como tiempo atrás debía mucho a la amabilidad del señor Wood­house, se sentía particularmente obligada a no desatender sus invi­taciones y a abandonar su pulcra salita, y pasar siempre que podía unas horas de ocio perdiendo o ganando unas cuantas monedas de seis peniques junto a la chimenea de su anfitrión.

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No voy a descubrir a estas alturas de la vida a Jane Austen, pero ciertamente a veces me admira como en trazos aparentemente simples se mezcla la sensibilidad, la inteligencia y la ironía, todo rematado con historias de amor y finales felices…
Personajes que siglos después, me parecen hasta fácilmente reconocibles.
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