‑¡Edmundo! ‑dijo la pobre madre tocando todos los resortes
– Edmundo, cuando os llamo por vuestro nombre, ¿por qué no me respondéis –Mercedes-?
‑¡Mercedes! ‑repitió el conde,
¡Mercedes! Sí, tenéis razón, aún es grato para mí ese nombre, y he aquí la
primera vez hace mucho tiempo que resuena tan claro en mis oídos al salir de
mis labios. ¡Oh, Mercedes!, he pronunciado vuestro nombre con los suspiros de
la melancolía, con los quejidos del
dolor, con el furor de la desesperación; lo he pronunciado helado por el frío,
hundido entre la paja de mi calabozo, devorado por el calor, revolcándome en
las losas de mi mazmorra. Mercedes, es preciso que me vengue, porque durante
catorce años he padecido, he llorado, maldecido; ahora, os lo repito, Mercedes,
es preciso que me vengue.
Y temiendo ceder a los ruegos de la que
tanto había amado, Edmundo llamaba en su
socorro a todos los recuerdos de su odio.
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Nunca me ha gustado mi nombre; manía, poca originalidad porque es un nombre
muy extendido en mi familia alcanzando a mi propia madre, es nombre de coche…
historias… sea como fuere, no me gustaba. Pero a veces la literatura, esa
poderosa herramienta, ese instrumento que te permite viajar, vivir otras vidas,
conocer otros mundos e incluso pensar y sentir como otros hombres y mujeres, me
dio una nueva visión, un nuevo sentido
de mi propio nombre, recogido en este párrafo ya expuesto. Es una réplica de la
pluma de Dumas, en que el hombre que ahora se hace llamar Conde de Montecristo
evoca, repite, explica a la mujer que tanto amó su tormento y su plan; y todo
reiterando ese nombre que no había querido pronunciar en mucho tiempo, el de la
protagonista femenina de la novela, el mismo que el mío.
Obviamente no es que me sienta identificada o
aludida, pero si es verdad que al leerlo me quedé pensando en cuan bello era
este fragmento en el que el nombre que tan poco me gusta se repite una y otra
vez…
Lo dicho, la literatura, que gran prodigio.